En México no se necesita un dictador con botas, sable y armas. El gobierno de México camina firmemente hacia la dictadura mientras el público le aplaude agradecido.
Aquí el gobierno gana las elecciones libres, y luego amaña el resultado: coopta y amenaza a los órganos electorales para que le den 16% más legisladores, como si hubieran ganado 9 millones más que los votos que obtuvieron. Si le faltan senadores para su mayoría, usa los instrumentos del Estado para cooptar los que le falten para poder cambiar la Constitución sin el consenso de la oposición.
La oposición existe, pero vive bajo la amenaza de los expedientes judiciales que el gobierno les ha abierto por presuntos actos de corrupción. Si el gobierno abriera esos mismos expedientes contra su propia gente descubierta en actos flagrantes de corrupción, no habría problema, sería una aplicación de la ley justa, pareja. No es así.
Los grandes empresarios del país están, en su inmensa mayoría, doblegados ante el gobierno. No se atreven a criticar porque les caen auditorías fiscales que derivan en órdenes de aprehensión o les cancelan los contratos encaminándolos a la quiebra.
La Constitución marca que hay tres poderes, que son contrapesos entre sí. En realidad, el Poder Ejecutivo es del mismo partido que tiene supermayoría en las dos cámaras del Poder Legislativo y que a partir de este domingo —con unas elecciones simuladas en las que la oposición no participará— controlará el Poder Judicial.
El cuarto poder, informalmente así llamado, es la prensa. En México el gobierno dice que hay libertad de expresión. Pero en la inmensa mayoría de los medios de comunicación no se puede criticar al régimen porque los dueños de esos medios tienen negocios alternos que reciben cantidades multimillonarias en contratos gubernamentales. Los medios que se atreven son inmediatamente atacados desde Palacio Nacional y amenazados con carpetas de investigación.
El SAT no es el organismo encargado de cobrar profesional y desapasionadamente los impuestos. Es con el que el gobierno amenaza y controla a los agentes económicos. La UIF no es la entidad dedicada a combatir el lavado de dinero de los narcos. Es el arma favorita para la persecución de quienes son considerados adversarios políticos. La FGR no es la institución autónoma que procura justicia, es una dependencia al servicio de los intereses del gobierno.
Los organismos autónomos han sido desmantelados sistemáticamente. Ya no hay instituto de transparencia y acceso a la información, ya no hay de competencia económica ni de telecomunicaciones. Los dos organismos electorales ya están dominados por figuras afines al régimen. También la de derechos humanos y la que hace la auditoría al presupuesto público. Las organizaciones de la sociedad civil que evalúan al poder han sido atacadas y desmanteladas presionando a sus financiadores.
A lo largo de los últimos años, el gobierno ha tenido la pericia de destruir las condiciones democráticas generales que el ciudadano de a pie siente lejos y poco útiles para su día a día, y mientras tanto, resolverle la supervivencia con generosas transferencias de dinero a través de un mosaico de programas sociales que llegan al 80% de los hogares mexicanos. Dinero constante y sonante. En un pueblo con tantas necesidades, es lógico que la prioridad sea esa y se valore que el gobierno —aunque no haya resuelto la inseguridad, no haya abatido la corrupción y tenga los servicios de salud peor que antes— reparta el presupuesto entre todos.
Caminamos hacia un modelo de dictadura generosa. Que consolida su autoritarismo mientras comparte el presupuesto. Es una dictadura que no grita ni dispara. Sonríe, reparte dinero y tiene rostro de mujer. La dictadora generosa goza de 80% de popularidad.
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