Me sorprenden mucho las diferentes realidades que se cuentan alrededor de la elección judicial. No cabe duda de que todo depende del cristal con el que se mire y las palabras que se elijan para expresarse. Para la presidenta Claudia Sheinbaum, todo fue un éxito y vuelve a esa posición en la que todo lo ve perfecto, maravilloso, triunfante y bello. Para la oposición, el evento fue un desaseo improvisado, lleno de acordeones, cochupos, violaciones de acuerdos y torceduras de ley. Lo cierto es que las casillas electorales lucían vacías y cada que llegaba un elector había fiesta y felicidad.

Más allá de pareceres, está la Verdad que se escribe con mayúscula. Hubo un abstencionismo superlativo, la primera elección de candidatos a manejar la justicia en México estuvo tan sola que parecía que no era un día de elecciones. Es decir, la fiesta democrática estuvo desairada. Fui a votar por la tarde y las personas que estaban en la casilla electoral se abanicaban el rostro con las listas de los votantes, miraban al techo, fijaban la vista en sus zapatos o se distraían con la pantalla de su teléfono inteligente. No se les veía muy ocupados.

Al verme entrar, se recompusieron, se sentaron derechitos, verificaron mi credencial de elector y me dieron tal cantidad de papeletas que hasta daba miedo de que no me las hubieran dado completas o que en el paquete vinieran de más. Ni lo uno ni lo otro, todo fue entregado como debía ser. Había nueve módulos para votar, se ocuparon nada más dos: el de mi hija y el mío. Me contaron que esa había sido la situación durante el día, los votantes entraban a cuentagotas. Nada de colas ni tiempos de espera. En la casilla en la que me tocó votar no había gente.

Debo confesar que en esta ocasión no tuve muchas intenciones de ir a votar. Fue mi hija la que me convenció. Fuimos porque es nuestro derecho ciudadano y para cumplir con una obligación cívica. Pero, es preciso decir que mis elecciones fueron un tobogán en el que el vértigo me confundía y no estaba plenamente segura de por quién debía inclinar mis preferencias, aunque al leer los nombres de ciertos personajes tenía claro por quien no debía votar.

Es verdad que no me tardé tanto en sufragar como me imaginé que sería. También es verdad que eran tantas opciones que se me figuró que estaba frente al menú de un restaurante en el que hay tantas posibilidades que terminas eligiendo lo primero que te dicen las entrañas más que lo que indica el cerebro. Sí, así es.

Sí, así fue. Luego me enteraría del tema de los acordeones y de que el conteo le estaba dando el triunfo al oficialismo. Encima, el conteo no fue hecho por los ciudadanos. ¿Quién pudiera llamarse a sorprendido por semejantes resultados? Ni el más ingenuo podría sentirse impresionado por lo que pasó. Y, lo triste es que la fiesta democrática se aproximó más a un trámite, a una puesta en escena circense en el que se trató de taparle el ojo al macho. Queda el regusto de que fue una venganza perpetrada por una mente berrinchuda. Lo peor es que estas elecciones fueron caras y las estamos pagando todos nosotros. Eso no es nada simpático. ¿Y, ahora qué?

Queda la reflexión. Me da tristeza pensar en la soledad en la que se queda el poder judicial más allá de la que se experimentó en las urnas. México mostró un gran desinterés en esta elección que fue apadrinado por el desencanto. Hubo más atención de medios extranjeros que de los votantes. La participación fue escasa, más allá de lo que digan desde el patíbulo presidencial. Pensar en la comprometida independencia en la que se encontrarán quienes van a procurar la justicia, darme cuenta de que el bastión de que “la justicia es ciega” tiene la vista puesta en objetivos de un grupo gobernante deja un regusto amargo es lamentable

Será justo decir que el sistema judicial que existió en el pasado no era perfecto, más bien, era bastante lento y poco eficiente. Ojalá que los que integrarán el poder judicial nos den una lección y se conviertan en verdaderos paladines de la justicia. Por lo pronto, lo que se experimentó fue una gran soledad.