CDMX, México.- California, agosto de 1965. El sol ardía como un soplete sobre los suburbios donde creció un niño delgado, inquieto y obsesionado con el movimiento. No era aún Flex Wheeler, ni el Sultán de la Simetría, ni el mito musculoso que desafiaría a titanes como Ronnie Coleman o Dorian Yates. Era solo Kenneth Wheeler, un muchacho que ya tenía la fuerza tatuada en el alma antes de desarrollarla en los músculos.

Antes de levantar una mancuerna, Kenneth practicaba Taekwondo con devoción monástica. Ese fue su primer amor: el arte marcial que le enseñó control, equilibrio y disciplina. Aún sin saberlo, estaba preparando su cuerpo y mente para una vida dedicada al máximo sacrificio físico.

La metamorfosis: de artista marcial a culturista icónico

En los años 80, Wheeler entró al mundo del fisiculturismo, una época dorada donde el músculo se esculpía con sudor, técnica y espejo. Su transformación fue casi sobrenatural: lo que a otros les tomaba años, a él le brotaba con una rapidez asombrosa. Sus músculos parecían obedecer un diseño genético ideal para la hipertrofia.

Su presencia en el escenario era hipnótica. Cada línea, cada curva, cada proporción parecía salida de una obra de arte. No era el más grande, pero sí el más perfecto. De ahí su apodo: “El Sultán de la Simetría”.

En 1993, Flex Wheeler ganó el Arnold Classic. En esa tarima, bajo los focos y el bronceador, quedó claro que el niño inquieto de California se había convertido en uno de los físicos más admirados del planeta.

Un ritual de hierro y alimento

Para mantener más de 110 kilos de músculo, Wheeler seguía una dieta inflexible: entre 5.000 y 7.000 calorías al día, distribuidas en hasta ocho comidas meticulosamente calculadas. Consumía 400 huevos y 35 kilos de carne al mes. El desayuno, el almuerzo y la cena podían parecerse, pero eso era irrelevante. Para Flex, la comida era estrategia de guerra, no placer.

Todo esto se combinaba con entrenamientos despiadados. Comer, entrenar, dormir. Repetir. No había espacio para distracciones. Y detrás de cada comida, cada serie, cada suplemento, estaba la voluntad de acero de un hombre dispuesto a pagar el precio de la grandeza.

El golpe invisible

En 1999, en la cúspide de su carrera, llegó la herida más profunda: no en un músculo, sino en sus riñones. Flex fue diagnosticado con una enfermedad renal crónica, hereditaria e irreversible. Ni la dieta perfecta ni el agua destilada pudieron evitarlo.

En 2003, se sometió a un trasplante de riñón. Aunque intentó continuar, el ritmo competitivo no pudo mantenerse. El culturismo ya no era su campo de batalla: ahora lo era su salud.

La batalla más dura: perder una parte de sí mismo

En 2019, dos décadas después de su diagnóstico, una nueva tragedia. Las complicaciones circulatorias llevaron a la amputación de su pierna derecha. El culturista que alguna vez fue sinónimo de perfección anatómica perdió una parte de su cuerpo.

La depresión lo abrazó con fuerza. “Me siento medio hombre”, confesó en una entrevista. “No puedo dejar de llorar”. Pero incluso en la oscuridad, Wheeler no se rindió del todo.

La leyenda que aún entrena

Hoy, a sus 59 años, Flex Wheeler ya no compite. Pero cada vez que su salud lo permite, entra al gimnasio. No para mostrar fuerza, sino para mantenerse vivo. Para recordar quién fue y sostener quién sigue siendo.

La comunidad del culturismo lo reconoce como el último gran exponente de la estética sobre el tamaño, de la armonía sobre el volumen monstruoso. Es un testimonio viviente de lo que significa transformar el dolor en resistencia y la pérdida en legado.

Más que músculo: voluntad, espíritu y legado

Flex Wheeler ya no es solo el Sultán de la Simetría. Es un símbolo de lucha, superación y resiliencia. Su cuerpo ya no desafía a la gravedad, pero su historia sigue desafiando al olvido. Porque incluso con una pierna menos, con un riñón ajeno, con noches de llanto y días de fatiga, él sigue entrenando. Sigue inspirando.

Y eso, quizás, es más heroico que cualquier trofeo.