Gran parte de mi vida he estado cerca de músicos, principalmente de géneros tradicionales. Desde la niñez comencé las trashumancias entre sones, jarabes corridos, coplas, canciones, polkas, zapateados. Por eso pude dimensionar que algo muy determinante estaba sucediendo, cuando hace unos años, escuché entre huapangueros relatos de que ya existen localidades donde al acudir para amenizar la velación de alguna imagen religiosa, siendo la costumbre amanecer en la capilla interpretando música y poesías propias del santoral católico, ahora solo lo hacían un rato, porque luego los llevaban afuera a interpretar canciones y narcocorridos, violentando así códigos primordiales de una tradición artística ancestral, y transgrediendo valores religiosos muy sensibles, algo imposible hasta no hace mucho. Hay casos aislados de músicos que resisten asumir esa dinámica, pero la mayoría se escudan en la premisa “el que paga manda”.
A la par había comenzado a percibir cómo, mientras se disparaban las adicciones y el consumo de mariguana, cocaína y cristal, la música propia de la región estaba siendo desplazada por corridos bélicos en los estéreos de las camionetas que a todo volumen recorren las calles de los poblados con personas tomadas, enfiestadas, o hasta en su juicio, pero que sea de noche o de día se afanan por ostentar entre los vecinos su admiración a ese modelo de vida.

También fui observando que un segmento considerable de músicos ejecutantes de diversos géneros, no solo jóvenes, también adultos, estaban agregando nuevos rasgos a la personalidad que había venido teniendo el músico ligado a festividades comunitarias muchas veces muy influidos por el machismo y dañados por el alcohol, pero ahora también se sumaban al consumo de estupefacientes, esa inercia los arrastraba a estar cerca de círculos delincuenciales, y por tanto a envolverse en ambientes propios de quienes se sienten embriagados por el poder que da el dinero, las armas, y la impunidad comprada al gobierno.
Del mismo modo, del año 2000 y hasta el 2010, en el umbral de la tecnología digital desbordada, viví una maravillosa experiencia de interacción con radioescuchas mediante un programa “La Sierra Gorda que Canta”, dedicado a la música mexicana de raíces comunitarias. Se transmitía los sábados en una estación de San Luis de la Paz. Desde ese y otros espacios pude observar como todavía en ese comienzo del nuevo siglo no era tan fuerte la penetración de los narcocorridos y en general de la narco cultura, pues aunque los migrantes en su ir y venir ya eran un puente que lentamente diseminaba esa mentalidad, otras vías de acceso estaban limitadas: esporádicamente alguna rola en la radio, consumiendo en tianguis y mercados videos, cassetes, CD piratas, o acudiendo a las ferias del rumbo donde no faltaba algún cantante con ese perfil.

Fue con la masificación del internet, inició hace entre diez y quince años, que al modificarse radicalmente el acceso y consumo de información, comenzaron a encumbrarse los valores y aspiraciones que promueve la narco cultura. Un alto porcentaje de la población del noreste es menor a 40 años y muchos de esos jóvenes, adolescentes, niños llegaron a la vida en núcleos pobres, de padres ausentes por la migración, y cuando el modelo de familia tradicional que mantenía equilibrios y jerarquías ha entrado en declive, por lo que pronto fueron campo fértil para convertirse en consumidores de cantantes y agrupaciones, en su mayoría de la región norte pacifico, que enaltecen la opulencia de quienes logran éxitos saliendo “desde abajo”, y elogian la violencia, la delincuencia, como un acto heroico o hasta de subversión frente a las policías, el ejército y las instituciones.
Luego, a esa tendencia también mucho han abonado los políticos (de todos los partidos) de San Luis de la Paz, San José Iturbide, Victoria, Tierra Blanca, Santa Catarina, Xichú, Atarjea, Doctor Mora, quienes en su paso por el poder, en algunos casos por sus vínculos y pactos con los delincuentes, o por la conveniencia electorera de ofrecerle a la gente lo que le gusta oír, alientan y propician la llegada a las ferias regionales y a otros eventos financiados con recursos públicos, de cantantes emblemáticos de esos géneros que les garantizan concentraciones masivas y el aplauso fácil de la opinión pública mayoritaria. En la instrumentación de ese propósito han tenido un papel fundamental los dos principales empresarios organizadores de ferias que controlan el negocio como proveedores de grupos: el iturbidense Julio Bazaldúa y Roberto Carlos Terán, aunque éste que en el pasado sexenio gozó de la incondicional protección de Diego Sinhue Rodríguez, mucho ha recurrido a prestanombres por ser al mismo tiempo funcionario, actualmente diputado local por el PAN.

Ahora bien, los narcocorridos y en general las composiciones que propagan esas aspiraciones no son más que el reflejo, a veces veraz a veces fantasioso, de una cruda y generalizada realidad que desde el poder se ha venido maquillando o administrando, como hizo el expresidente López Obrador con su estrategia de abrazos no balazos y con su romantizado discurso del pueblo sabio y honesto. Su diseminación masiva no existiría, ni sería rentable para las agrupaciones y la industria musical, si el crimen organizado no contara ya con una sorprendente estructura y bases sociales en zonas enteras urbanas y rurales, a esta fecha es improbable que exista algún barrio, colonia o localidad de México donde no tenga redes, pero esto solo ha sido posible porque también tiene invadidas las instituciones públicas.
No es reciente que el narcotráfico controle territorios geográficos, pero lo que sí resulta novedoso es como encontró en el internet y en las redes sociales un instrumento muy eficaz para disputarle al gobierno el control emocional del país y de regiones culturales enteras, logrando en poco tiempo acelerar la introyección hasta los huesos más íntimos de amplios sectores, de lo que a estas alturas ya constituye una ideología que legitima en el imaginario social las infinitas formas de la delincuencia .