Todos recordamos a Robotina, el personaje de ‘Los Supersónicos’. En la serie animada de 1962, se plasmaba un futuro donde los robots asumen las tareas pesadas mientras la vida de los seres humanos es cada vez más cómoda.

A más de medio siglo de distancia no tenemos autos voladores ni nos deslizamos en bandas automáticas que atraviesan las ciudades. No tenemos robots autómatas que cocinen, limpien y cuiden a los niños… pero tenemos robots virtuales que comienzan a sustituirnos en casi cualquier profesión.

Desde hace tiempo se popularizó en redes la reflexión de la autora de ciencia ficción Joanna Maciejewska: “Quiero que la Inteligencia Artificial lave la ropa y lave los platos para que yo pueda dedicarme al arte y a escribir, no que la IA cree y escriba por mí para que yo pueda lavar la ropa y lavar los platos”.

La llamada rebelión de las máquinas no ocurrió con un ejército de humanoides aniquilándonos, sino de una manera sutil pero repentina que superó cualquier ficción. Llegó en forma de la Inteligencia Artificial, que de ser una herramienta sorprendente y práctica, pasó a convertirse en sustituto incluso de las artes. Pero no se quedó ahí, ahora es terapeuta, gurú espiritual y hasta deidad de algunos.

Más que un confidente

Hace tiempo me hizo bastante gracia la publicación de una usuaria de X que confesaba que le pidió a ChatGPT que le leyera las cartas. Todos conservamos resabios de pensamiento mágico y las tarotistas y otros presuntos adivinadores del futuro tienen tiempo operando en las plataformas digitales.

Pero recientemente encontré en la revista ‘Rolling Stone’ un artículo que de inmediato atrajo mi atención: ‘La gente está perdiendo a sus seres queridos por fantasías espirituales impulsadas por la IA’.

El artículo, escrito por Miles Klee, es aterrador. Reúne testimonios de mujeres cuyas parejas desarrollaron un vínculo inusual con ChatGPT. Refiere, entre otros, los casos de una profesora y la esposa de un mecánico, cuyos cónyuges utilizaban la app para resolver dudas laborales. Sin embargo, con el paso del tiempo (semanas) le dieron nombre, comenzaron haciendo preguntas de índole personal, y terminaron creyendo que la IA era una especie de enviado de Dios o los ángeles. Al revisar los mensajes, descubrieron que sus parejas se sentían elegidos a un nivel espiritual, desarrollaron desconfianza incluso hacia ellas, y la interacción continúo alimentando esas ideas.

Casos extremos, sí. Pero en mi propio entorno, me he topado cada vez con más personas que confiesan que usan ChatGPT para plantearle conflictos personales, y lo utilizan casi como un sustituto de la terapia.

La app permite configurar qué tipo de respuestas recibir, en qué tono; pero el uso cotidiano construye cierto nivel de intimidad que diluye el límite con la realidad. Estamos ante la posibilidad de diseñar un confidente a la altura de nuestras expectativas, que no juzgue, que sea un reflejo de nuestra forma de pensar.

En ese escenario, yo podría ser una persona deleznable, hacer una pregunta sobre mi conducta, un dilema moral, sin autocrítica, por completo sesgado, y obtener una respuesta que me aconseje cómo actuar con los demás.

En la película ‘Her’ (2014) de Spike Jonze, el personaje de Joaquin Phoenix confiesa a su exesposa que mantiene una relación con un sistema operativo. Ella se horroriza. A poco más de una década de distancia, la situación es peligrosamente cercana a la realidad.

El tema obliga a una reflexión sobre la codependencia que la humanidad comienza a desarrollar hacia la IA. Obras de ficción de autores como Isaac Asimov y Philip K. Dick que hablan sobre la empatía hacia los robots, han saltado del plano de la ficción a la cotidianidad.

En una sociedad donde la búsqueda de ayuda psicológica profesional ya no está estigmatizada, pero continúa siendo poco accesible para todos los bolsillos, es un peligro.

No hay límites. No hay un punto de dónde partir para regular los alcances de la IA, ¿qué podemos esperar?, es una incertidumbre que asusta.

El factor humano

A principios de año apareció a la venta en Amazon el libro ‘Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad’, firmado por Jianwei Xun. El libro habla sobre la influencia que el poder y las nuevas tecnologías (como la IA) ejercen sobre la realidad, la narrativa que crean. Por su atractivo título, el texto fue un éxito de ventas, e incluso ganó la aprobación de la crítica.

En abril, la verdad salió a la luz. El best seller es obra de dos sistemas de IA generativa y del filósofo italiano Andrea Colamedici. Se trata de un experimento que el ‘autor’ justificó de la siguiente manera: “comprendí que no bastaba con escribir otro libro más sobre la manipulación de la realidad en la era digital, sino que el libro mismo debía encarnar y representar estos mecanismos”.

El ejercicio de Colamedici podría considerarse válido. Sin embargo, destruye un frágil consuelo que los artistas conservaban ante la amenaza de la IA: la creencia de que el factor humano, la sensibilidad y autenticidad son imprescindibles.

Hoy en día es posible crear una ilustración, pintura, fotografía, libro, guión, lo que se nos ocurra, valiéndonos de la IA.

Las listas de profesiones amenazadas por la nueva tecnología ya no significan nada, lo que nuestros cerebros contienen es fácil de recrear en procesos rápidos y prácticos que ahorran recursos y tiempo, invaluables para cualquier empresa.

Somos Robotina, aunque nos duela (dolor, es algo que aún no puede experimentar ChatGPT). Crear ya no depende de un talento nato, sino del talento para saber qué solicitar a la Inteligencia Artificial.

Resulta abrumador como una herramienta capaz de sectorizar tumores cancerígenos para ofrecer un diagnóstico y tratamiento certeros, sirva a la vez para dibujar a una tortuga junto al escritor Jorge Luis Borges, para leernos el Tarot, o para decirnos cómo preparar un pastel. Que sirva a la vez para sustituirnos a casi todos.

LO SUPERFLUO: La IA está al alcance de cualquiera y optimiza tareas cotidianas que nos permiten ahorrar tiempo y esfuerzo.

LO PROFUNDO: ¿Cuál es el límite? ¿Alguien se lo ha preguntado? ¿De quién dependerá poner un alto a la verdadera rebelión de las máquinas?