Ciudad de México, México.– Cuando desde el balcón central de la Basílica de San Pedro resuenan las palabras “Habemus Papam”, el mundo católico no solo presencia la llegada de un nuevo líder espiritual, sino también el nacimiento de una nueva identidad.
Uno de los primeros gestos del Papa recién elegido —y quizás el más cargado de simbolismo— es la elección de su nombre pontificio. Lejos de ser una mera formalidad, este acto representa una declaración de principios, una brújula que orienta las intenciones de su pontificado.

Una tradición con raíces bíblicas y tensiones históricas
La costumbre de cambiar de nombre al asumir el papado no fue una práctica original en la Iglesia. De hecho, se consolidó con el Papa Juan II, quien reinó entre los años 533 y 535.
Nacido con el nombre de Mercurius, en alusión al dios pagano Mercurio, el nuevo pontífice consideró inapropiado conservar un nombre ligado a la mitología romana. Al ser elegido, optó por llamarse Juan, en homenaje a su predecesor inmediato, Juan I. Aquello marcó un antes y un después.

Como detalla la BBC, el gesto de Juan II instauró una costumbre que, aunque adoptada de forma intermitente al principio, se afianzó entre los siglos IX y X. Fue en ese periodo cuando el cambio de nombre empezó a verse no solo como una cuestión de adecuación cultural o religiosa, sino como una transformación espiritual: el nacimiento de una nueva misión.
Además, el proceso se italianizó progresivamente. Muchos Papas no italianos adoptaron nombres tradicionales romanos, tanto para alinearse con el legado de la Iglesia en Roma como para asegurar su autoridad ante la curia.
Una elección que anticipa un pontificado
A lo largo de los siglos, la elección del nombre papal ha reflejado prioridades personales y coyunturas históricas. Así fue en 2013, cuando el cardenal Jorge Mario Bergoglio eligió el nombre Francisco en honor a San Francisco de Asís, revelando desde el primer momento su compromiso con la humildad, los pobres y el cuidado del medioambiente.

Su predecesor, Benedicto XVI, eligió su nombre como un tributo a San Benito y al Papa Benedicto XV, dos figuras asociadas con la paz y la estabilidad, en un contexto mundial marcado por la guerra y la desorientación espiritual.
El nombre no solo honra el pasado; también modela el futuro. En un contexto como el actual, con la Iglesia enfrentando presiones por mayor transparencia, inclusión y reforma, no sería extraño que el próximo Papa eligiera un nombre con resonancias de renovación y justicia.
¿Qué nombres suenan posibles y cuáles siguen siendo tabú?
Algunos analistas han especulado que un nombre como León, en referencia al Papa León XIII —autor de la encíclica Rerum Novarum sobre la justicia social—, podría señalar un compromiso con los temas laborales y sociales. Otros, como Inocencio, podrían evocar luchas contra la corrupción y la reforma interna.
También ha habido sugerencias de nombres con raíces africanas como Gelasio, Milciades o Víctor, Papas de los primeros siglos que no provenían de Europa. Una elección así proyectaría una imagen de una Iglesia más diversa, global y representativa.

Pero hay nombres que siguen siendo evitados. El más emblemático es Pedro II. Aunque no hay una regla escrita que lo prohíba, ningún Papa se ha atrevido a usarlo, por respeto al apóstol Pedro, considerado el primer pontífice por mandato de Jesús según el Evangelio de Mateo:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Usar su nombre sería visto como una pretensión de equipararse a su figura fundacional.
Otros nombres, como Urbano y Pío, cargan con asociaciones históricas negativas. Urbano VIII, por ejemplo, estuvo involucrado en el juicio contra Galileo Galilei, mientras que Pío XII ha sido cuestionado por su postura durante la Segunda Guerra Mundial. En un tiempo en el que la Iglesia busca reconciliarse con su historia, estos nombres podrían resultar contraproducentes.